Me siento en el banco más
alejado del hotel, me abrazo las piernas y me miro las rodillas, buscando algún
rasguño, algún cardenal. Nada. Lo malo de los corazones rotos es eso:
no puedes echarles agua oxigenada por encima y soplar mientras las burbujitas
caminan por la herida: solo puedes guardarte los pedazos. Y no hay operaciones
ni medicinas que lo puedan curar, te tienes que quedar con
tu corazón así, roto.
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